Desperté, miré hacia fuera y la ventanilla se asomó a mis ojos. El avión, soltando plumas y batiendo las alas, aterrizó como si fuera a atrapar una liebre con las garras de las ruedas. Después de rebotar cuatro veces contra el suelo, una vez menos que mi récord lanzando piedras sobre el río, el avión se echó a correr por la pista casi tan rápido como un coche de carreras. Salió el director de orquesta, agitó la batuta, contó 1, 2, 3 y todos lanzamos un suspiro a tempo. El director se fue, desapareció tras las cortinas del teatro, alguien encendió la radio y el piloto retransmitió su agradecimiento a los de primera clase, el estado del tiempo en Lisboa y el resultado entre el F.C. de Arriba y el F.C. de Abajo, un partido muy importante para la Liga porque son los dos únicos equipos, y además están ambos en el primero y segundo puesto.
—Disculpe, ¿ha dicho el piloto que está nublado y va a llover?
—Sí, pero antes ha dicho que su mujer le abandonó anoche, y estos señores del tiempo, por muy pilotos que se digan, no son nada objetivos. Hace unas semanas un hombre del tiempo recibió una casa en herencia y ese mismo día anunció un sol radiante con copos de algodón templado, cuando en realidad se acercaba una ventisca con borrasca, tormenta, ramitas de naranjos, papeles de periódico, nieve y granizo.
—Ya veo. ¿Va usted a saludar desde el avión cuando esté en lo alto de la escalerilla?
—Pues claro, hombre, siempre lo hago, ya lo sabe bien. Uno ha de hacer lo que ve en las películas, sienta mucho mejor que hacer las cosas que ve en esta miserable realidad.
Cuando salí del avión, me detuve en lo alto de la escalerilla y saludé dando grandes brazadas hacia el horizonte aeroportuario. Los operarios no me devolvieron el saludo, pero mi autobús, como siempre, esperaba firme al pie de la escalera. Claro que es mejor imitar a las películas, aunque ya he dejado de dar las llaves de mi coche al chico que encuentro en la puerta de los hoteles, este hábito siempre me ha dado muchos problemas.
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