Aprendí a vivir mis emociones sin temerle a las reacciones.
Aprendí que hay un montón de corazones.
Corazones tristes y sin brillo que le temen al delirio y
corazones que caminan sin descanso ni camino.
Que hay corazones acobardados, que no encuentran la salida,
atrapados, dando círculos, en lo que les queda de cenizas.
Corazones que no miran, que no escuchan, que no alivian
y que duermen en su miseria coqueteándole a la ira.
Que hay un mar de corazones esperando la empatía,
esperando ser princesas o deseando ser campeones,
y que se conforman con migajas, de lo que debería se enorme.
Aprendí que hay un ajuar de corazones.
Corazones que desesperan esperando en agonía
y corazones que no llegan y se roban ambas vidas.
Corazones que sonríen y contagian alegría,
y que saben ser auténticos sin perder la cofradía.
Que aunque el mundo los sacuda y les cambie la partida,
saben verse en el espejo y confiar en su energía.
Corazones que conocen de su esencia mucho más que de mentiras,
y que no es fácil confundirlos, porque conocen la salida.
Corazones que se saben gigantes, vulnerables y seguros,
y que miran al que sufre, al pequeño y desterrado.
Aprendí que hay un montón de corazones.
Corazones que nacen sabios y corazones que mueren necios.
Y que no se cambia a un corazón que no quiere ser cambiado.
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Aprendí que hay corazones.
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